Cuenta una antigua leyenda que en la Edad Media un hombre muy virtuoso fue injustamente acusado de asesinato. El culpable era una persona muy influyente del reino, y por eso desde el primer momento se procuró hallar un chivo expiatorio para encubrirlo. El hombre fue llevado a juicio y comprendió que tendría escasas oportunidades de escapar a la horca. El juez, aunque también estaba confabulado, se cuidó de mantener todas las apariencias de un juicio justo. Por eso le dijo al acusado: “Conociendo tu fama de hombre justo, voy a dejar tu suerte en manos de Dios: escribiré en dos papeles separados las palabras 'culpable' e 'inocente'. Tú escogerás, y será la Providencia la que decida tu destino”.
Por supuesto, el perverso funcionario había preparado dos papeles con la misma leyenda: “Culpable”.
La víctima, aun sin conocer los detalles, se dio cuenta de que el sistema era una trampa. Cuando el juez lo invito a tomar uno de los papeles, el hombre respiró profundamente y permaneció en silencio unos segundos con los ojos cerrados. Cuando la sala comenzaba ya a impacientarse, abrió los ojos y, con una sonrisa, tomó uno de los papeles, se lo metió a la boca y lo engulló rápidamente. Sorprendidos e indignados, los presentes le reprocharon.
—Pero, ¿qué ha hecho? ¿Ahora cómo diablos vamos a saber el veredicto?
—Es muy sencillo —replicó el hombre—. Es cuestión de leer el papel que queda, y sabremos lo que decía el que me tragué.
Con refunfuños y una bronca muy mal disimulada, debieron liberar al acusado, y jamás volvieron a molestarlo.
“Nunca dejemos de luchar hasta el último momento. En momentos de crisis, sólo la imaginación es más importante que el conocimiento”.
Albert Einstein
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